ISSN: 2796-9479
(Frecuencia trimestral)

(Vincent Van Gogh, Tarde de verano, 1888)
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La Langue d’Oc

Presencia/ausencia del trovador

«Podemos, pues, afirmar, fundándonos en análisis semejantes, que la ‘disposición a buscar’ inconsciente puede conducirnos hasta un resultado positivo mucho antes que una atención conscientemente dirigida.»

Sigmund Freud, Psicopatología de la vida cotidiana.

I

Hace ya un tiempo se nos informaba que Telegram iba a reemplazar a Whatsapp. La razón: «posee funciones más sofisticadas»… Pero a nosotros, sofisticados nos parecen los trovadores medievales. Ellos también enviaban «mensajes de texto», pues como bien señala Martín de Riquer acerca de las tornadas (esos versos con los cuales solían concluir sus composiciones), «en ellas el trovador suele hacer consideraciones generales y finales sobre el tema de la poesía; pero, principalmente, tienen el carácter de envíos a las personas a quienes el poeta quiere que llegue su obra: un protector, un gran señor, la dama cantada, una dama consejera, un amigo, otro trovador…»

Pero en estos envíos, el trovador ya se encontraba frente a un problema, pues el soporte de sus versos —la hoja de pergamino— era demasiado costosa como para andar enviándole un ejemplar escrito a cada destinatario. De hecho, el proceso de escritura era bastante particular, ya que el trovador ensayaba sus versos sobre unas tablillas de cera «que permiten borrar y enmendar», y una vez concluida la tarea, este borrador le era entregado a un tercero (o de ello bien podía encargarse el poeta, «si era buen calígrafo») para que éste lo transcribiese a un pergamino. Riquer llama a esta versión, el autógrafo, y la compara con esos ejemplares mecanografiados de las obras literarias modernas que solían ser pasadas en limpio por una persona distinta del autor (Piglia ha escrito sobre ellas: ver «Un relato sobre Kafka», en: Ricardo Piglia, El último lector, ed. Anagrama, Barcelona, 2013).

Dada entonces la situación, el trovador, para divulgar su obra, tenía que recurrir a los servicios del juglar: un músico-cantor del medioevo que se aprendía el poema de memoria y luego lo interpretaba ante el debido auditorio, tal y como aparece reflejado en estos versos de Guilhem de Peitieu (si es que realmente él ha sido el autor de los mismos, lo cual se encuentra en duda):

Totz lo jois del mon es nosotre,
dompna, s’amdui nos amam.
Lai al mieu amic Daurostre
dic e man que chan e no bram.1

Más allá de los posibles aullidos, surgía entonces un nuevo inconveniente para el trovador, pues dado que ahora dependía de la memoria del juglar, ésta bien podía transformar su composición… lo cual de hecho ocurría[!], ya que «sólo el recitado de memoria —según señala Riquer— puede explicar el tan frecuente fenómeno de que haya poesías que diversos cancioneros han transmitido con diferentes ordenaciones de las estrofas (…), ya que la normal transcripción de textos por la vista no puede dar razón de tales alteraciones en la sucesión estrófica, ni es imaginable una caprichosa ordenación por parte de los copistas».

Siendo que gran parte de la lírica provenzal que se conserva, nos llega de copistas que transcribieron las poesías luego de habérselas escuchado a algún juglar, estas variaciones respecto de los originales, serían —en el corpus— más frecuentes de lo que imaginamos. Por otro lado, uno intuye que los cantores no sólo equivocarían el orden de las estrofas (en ocasiones, más allá del simple desliz…2); y esto sin contar la propia intromisión de los copistas, quienes —por ejemplo— ahí donde el poeta quería hacerse pasar por mudo frente a dos mujeres, diciendo: ‘Babariol, babariol, babarian’, lo hacían más bien proferir: ‘Tarrababart, marrababelio riben, saramahart’, esto es (según Évariste Lévi-Provençal): «Tu eres aquella quien, una primera vez en Abu Harit, y una segunda en Abu Nur ibn Saram, te prostituiste»… Pero como bien advierte Riquer: «es a todas luces absurdo (…) intentar hacerse pasar por mudo hablando en árabe o en cualquier otra lengua, por exótica que sea».

En este sentido, resulta notable pensar que el preciosismo de la versificación trovadoresca —su tecnicismo, por así decirlo— pueda acaso responder a esta lucha con unas variaciones más o menos indeliberadas. Al respecto, consideremos este ejemplo que mencionaba Riquer: «La necesidad de enlazar el último verso de una estrofa con la primera de la siguiente es fundamental para evitar que la composición se divulgue en una ordenación distinta a la que quiere el poeta y utilísima para el juglar que ha de recitarla». Nacía así el recurso de concluir la estrofa con un verso que rimase con el primero de la próxima. Pero asimismo surgiría este otro procedimiento —llamado coblas capfinidas— mediante el cual «una palabra del último verso de una estrofa reaparece en el primero de la siguiente, igual o ligeramente cambiada, al final, al principio o en el interior».

Si los trovadores obtuvieron su nombre del verbo trobar, que significa ‘hallar, encontrar’, pero también —como recuerda Riquer a partir de la lengua latina— ‘imaginar’ e ‘inventar’, puede que no sea excesivo considerar que esos hallazgos refiriesen a los distintos artificios con los cuales los trovadores, intentaron gobernar el equívoco, y ya que no el deliberado (pues «Las leys d’amors no consideraban vicio lo que llaman mot equivoc, que consiste en palabras gráficamente idénticas que pueden rimar entre sí porque tienen sentido o matiz diferente»), sí al menos aquel que representaba la intromisión de la involuntaria inventiva del olvido, puesto que «bien podríamos afirmar que hasta que un juglar no había cantado en público una composición, ésta no había sido ‘publicada’».

No deja de ser curioso, entonces, que esta manera de publicar aquellos originales mecanografiados, pudiera acaso conservarse como un histórico testimonio de lo insujetable del sujeto… y el resto de esa contienda —sus ruinas, también en la derrota— ser aún ese logro que seguimos llamando ‘poesía provenzal’: al fin y al cabo, la verdadera langue d’Oc(cidente)…

II

Los trovadores eran, pues, verdaderos maestros en el arte de la comunicación a distancia. Advertidos del malentendido (sabedores de que no estarían ahí para enmendarlo), desarrollaron toda una poética que los hacía estar igualmente allí, in absentia, no sólo a kilómetros sino a siglos de distancia. ¿Y no sentimos acaso, aún hoy, la ‘presencia’ de aquellos hombres (y la de aquellas mujeres, las trobairitz) cuando leídas o escuchadas, tomamos contacto con alguna de sus composiciones? ¿Acaso no hallamos, en ellas, una respuesta a ese enigma que Karl Marx interrogaba al decir que «la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya están vinculados a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad reside en que ambos nos procuran todavía un placer estético y que aun tienen para nosotros, en ciertos sentidos, el valor de normas y modelos inaccesibles»?

Pues acaso estas obras nos conmuevan porque en ellas exista algo de la verdadera compañía, o de la verdadera presencialidad; cierta sospecha de que ya no exista soledad, puesto que así como resulta bien cierto que el trovador, no estando, igualmente estaba allí, en las palabras, no menos cierto es que otros, estando evidentemente ahí, a la vista, más bien parecieran no estar.

Nosotros, pues, orgullosos de poder estar en todos lados desde la comodidad de nuestros hogares, no nos damos cuenta de que en realidad ese poder es más bien una impotencia: la de no poder estar más que en el preciso lugar en el que estamos… y de ahí que desesperemos (acaso hoy más que nunca) ante los equívocos de la letra, clamando por el auxilio de tecnologías que pretenden remendar nuestras rudezas con sendas prótesis de audio y video…

Pero acaso los trovadores, aún disponiendo de emojis, stickers y filtros, no hubiesen recurrido a ellos… pues habían abandonado la forma física humana (ese «sobretodo» del que hablaba Macedonio, y que atiende por sobre todo a la mirada) para adoptar otra, también física pero más bien efímera, que se encarna en lo sonoro de la palabra.

Alguien atento dirá que tampoco el trovador escatimaba el soporte audio-visual; después de todo, ahí están la melodía (que ellos mismos componían), el recitado, el cuerpo del juglar… Pero reparemos en lo siguiente: que salvo la letra, nada de ello ha llegado en verdad hasta nosotros (si bien resulta asimismo curioso que gracias a la letra —o a través de la letra—, todo ello termine, ahora, por llegar hasta nosotros…).

En esa sola partícula de existencia, ha viajado, por siglos, toda una plenitud de pasiones, sensualidades y gozo, pues el medioevo —culto, carente, letrado— supo trobar las formas sintácticas, ortográficas y gramaticales, para lanzarse más allá de su propio tiempo y espacio, haciendo que su sola presencia literal bastase para ser el «aquí y ahora» de cualquier tiempo y lugar.

Pero nosotros —yermos, pletóricos, ¿acaso analfabetos?— necesitamos que medios técnicos ajenos a nuestros propios artificios de inteligencia, hagan caer las barreras espacio-temporales que nos impiden mostrar tono y gestualidad. Somos, de alguna manera, una antigua cultura oral suplementada… Pero tampoco, pues como ya hacía saber el antropólogo Nigel Barley, aquellas culturas ya estaban enteradas de eso que nosotros más bien preferimos ignorar:

«Y cuál no sería mi aflicción —decía Barley, en un libro que narra sus peripecias académicas en el continente africano— al descubrir que no podía sacarles a los dowayos más de diez palabras seguidas. Cuando les pedía que me describieran algo, una ceremonia o un animal, pronunciaban una o dos frases y se paraban. Para obtener más información tenía que hacer más preguntas. Aquello no era nada satisfactorio porque dirigía sus respuestas más de lo que aconseja cualquier método de campo fiable. Un día, después de unos dos meses de esfuerzos bastante improductivos, comprendí de repente el motivo. Sencillamente, los dowayos se rigen por reglas distintas a la hora de dividir una conversación. Mientras que en Occidente aprendemos a no interrumpir cuando habla otro, esto no es aplicable en África. Hay que hablar con las personas físicamente presentes como si se hiciera por teléfono, empleando frecuentes interjecciones y respuestas verbales con el único fin de que el interlocutor sepa que lo escuchamos. Cuando oye hablar a alguien, el dowayo se queda con la mirada fija en el suelo, se balancea hacia adelante y hacia atrás y va murmurando «sí», «así es», «muy bien», cada cinco segundos aproximadamente. Si no se hace de esta forma, el hablante calla de inmediato. En cuanto adopté este método, mis entrevistas se transformaron.»

Aquellas culturas orales ya sabían que a pesar de su inmediata cercanía física, la proximidad del otro —su evidencia más trivialmente empírica, digamos— no es garantía de su presencia. Sabían, pues, de aquello que algunos han llamado ‘ausencia en presencia real’, y por supuesto, también, del caso inverso. No necesitaron teléfonos, cuarentenas, para descubrirlo, sino que acaso les haya sido suficiente con estar valientemente atentos a la fantasmática del afecto. Buscando pues la transmisión, fueron también, a su modo, letrados; y así, en cada interjección, hallaron la manera de inventarse un vínculo de sociedad. Nos faltan siglos (y cada vez más horas, días, años…) para siquiera comprender la más sencilla de las sofistiquerías del pasado.

Febrero de 2024


1 «Todo el gozo del mundo es nuestro, señora, si los dos nos amamos. Le digo y le mando, allí, a mi amigo Daurostre, que cante y no aúlle.» Traducción en: Martín de Riquer, Los trovadores. Historia literaria y textos.

2 De un tal Peironet —juglar, y acaso también trovador—, informa Riquer que en cierta ocasión habría intercalado un par de estrofas en una poesía de Jaufré Rudel; su única intención: que su nombre apareciese en ella…

Bibliografía:

– Barley, Nigel, El antropólogo inocente, ed. Anagrama, Barcelona, 2004. Prólogo de Alberto Cardín.

– Marx, Karl, Contribución a la crítica de la economía política, ed. Estudio, Bs. As., 1970

– Riquer, Martín de, Los trovadores. Historia literaria y textos, ed. Ariel, Barcelona, 2


V. Pantuso / C. Saylancioglu / M. Kruk / C. Ibarra / M. Fabi
E. Espejo / M. René Vilte / C. García / A. Dellepiane
J. Mellano / F. Fabiano

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