ISSN: 2796-9479
(Frecuencia trimestral)

(Vincent Van Gogh, Campo de trigo con cipreses, 1889;
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… ad legendum

«Probablemente no volveremos a conseguir reproducir jamás en nosotros el deleite sutil con el que el medieval descubría en los versos del mago Virgilio mundos de prefiguraciones (¿o acaso puede, de forma no muy diferente, el lector de Eliot o de Joyce?)…»

Umberto Eco

En La cabeza de Goliat, Ezequiel Martínez Estrada afirmaba que «el bosque es la existencia sin texto; en la ciudad es al revés». Por supuesto, se equivocaba, y bastaría la sola mención de Henry David Thoreau para probarlo, pues como resultará claro para todo aquel que haya leído Walden con atención, la vida en los bosques -para su autor- era una vida de lectura; una existencia entre el texto de la mismísima naturaleza.

Por eso Martínez Estrada también se equivocaba cuando suponía que la «naturaleza» mentada por Thoreau, Hudson o Kipling, era una línea de fuga, nostálgica, hacia el hombre iletrado. Porque bien mirado el asunto, tal hombre resulta imposible: para ellos, en tanto que humanos, todo es siempre simbólico -señal de otra cosa-, y por lo tanto: escritura.

Aquella naturaleza, entonces, era esa misma acerca de la cual hablaban los teólogos medievales cuando evocaban un Liber naturae; pero si acaso fuese cierto que todo lo que hay sobre la tierra podría de un modo u otro hablar acerca de las Escrituras, entonces asistiríamos a una curiosa inversión: pues todo lo que hay en los libros, se volvería, por tanto, también naturaleza.

Digamos entonces que no habría bosque sin texto, tan sencillamente porque sin texto no habría existencia alguna. Sus árboles, ramas, animales e insectos, son símbolos que, puestos en serie, forman palabras, y éstas -a su vez- escritos. Como en los dramas barrocos alemanes que estudiaría Benjamin, aquí se trata de escenografías que han nacido para ser leídas -no representadas-, ya que quizás no pueda hallarse diferencia alguna entre la hoja de papel y un paisaje.

Un bosque, pues, es como una ciudad -alegoría-, ya que todo lo que hay en ellos no estaría realmente ahí si antes no hubiera habido una lectura. Que el puercoespín llegase a ser símbolo de la moral, dependería de lo que pudo leerse en su extraña etología: dado que tiene por costumbre encaramarse a los árboles para mejor alimentarse, hubo quienes leyeron allí una enseñanza: «el fiel debe permanecer aferrado a la vid espiritual sin permitir que el espíritu del mal trepe por ella y la despoje de todos sus racimos»1.

Un bosque, pues, es como una ciudad; porque una ciudad es -como el bosque- texto. Los libros no son entonces solamente esos objetos que entendemos por la palabra «libros» sino más bien compendios: signos en miniatura de un macrocosmos que existe como remedo de la única verdad posible: una que bien podríamos nombrar «literatura».

Oculi ad legendum fue el nombre que los medievales dieron a los anteojos: «Ojos para leer» -dijeron-, pues acaso los otros hubieran perdido esa cualidad y entonces quizás hubo que reafirmarla, diciendo que éstos eran (de nuevo) para leer.

Oculi, pues, ya desde antaño fue re-vista; un retorno a esa verdad que se estructura en unos ojos que alguna vez, acaso en lo profundo de Lascaux, resultaron humanizados. Por eso se trata de unos ojos que insisten en su artificialidad: no son cualesquiera, sino ojos humanos; ojos para mirar, y en todos los sentidos en que ésto sea posible.

Oculi entonces para leer: tanto ya sea para ser mirados como para causar al mismo tiempo miradas: bosques, ciudades -textos en definitiva-, que también puedan hallar su existencia en el trasfondo de la lectura.

9 de mayo de 2022


1 Umberto Eco, Arte y belleza en la estética medieval, ed. Debolsillo, Buenos Aires, 2012.

Soae / Fabi / Pantuso / Izaguirre Saylancioglu / Buscaldi / Jaques Zuluaga / Dayan / Caminos


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