ISSN: 2796-9479
(Frecuencia trimestral)

La idea del pasado como un país extraño

Reflexiones sobre la obra de David Lowenthal

por Gabriel Salvatto

[David Lowenthal, El pasado como un país extraño, ed. Akal, Madrid, 1998 (1985).]

En 1985, se publicó una obra de interés para aquellos que por distintos motivos se preguntan por el pasado y por el paso del tiempo, por la memoria y la historia, por las reliquias y las huellas materiales e inmateriales de una época: historiadores, académicos de diversas disciplinas, desde la filosofía a la física, etc. Pero dicho interés también pertenece al lego, pues la mirada del y hacia el pasado es una experiencia que nos acompaña desde la niñez y termina con la muerte, aunque, como veremos, pensar el pasado no es una actitud humana universal y atemporal, sino que es propio de las sociedades posteriores al siglo XVIII. «El pasado es un país extraño»- dice David Lowenthal. La originalidad de la expresión no pertenece al autor, aunque se plasma en el título de su libro. Señala que la frase da inicio a la novela de Leslie Poles Hartley de The Go-Between, brillantemente adaptada al cine bajo la dirección del gran Joseph Losey.1 La expresión «El pasado es un país extraño», que abre dicha novela, tampoco era una ocurrencia de Hartley del tenor de «Mucho tiempo he estado acostándome temprano» o «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…», sino que, como nos cuenta Lowenthal, se trataba de una expresión muy común en el mundo anglosajón. La experiencia individual y/o colectiva de mirar el pasado seguramente genera un sinfín de frases similares moldeadas por las regiones, las lenguas, los lenguajes, los costumbrismos, etc. Podemos evocar algunas de estas variantes encabezada por «En el pasado: ¿…cómo pudimos pensar de esa forma? ¿…por qué nos creíamos tales mentiras o tales verdades? ¿…cómo aceptamos tal o cual situación?, y añadir una interrogación final: «¿qué extraño?» y una afirmación categórica: «¡Hoy no lo haríamos!». Pero Hartley dice algo más que «el pasado es un país extraño», también señala que «Allí se hacían las cosas de otro modo».

Esta última frase, nos sitúa en la posibilidad de la interpretación del pasado, del recuerdo, del olvido y del anhelo de restituir el tiempo pasado. Algunos autores señalan sin demasiada reflexión, que esta tarea pertenece al campo de la «Historia». Es cierto que el historiador en ocasiones (pasadas y presentes) se ha puesto al hombro la responsabilidad de la acertada interpretación del pasado. Interpretación por lo general presentista, poblada de modificaciones -a veces sutiles y otras exuberantes- y de olvidos selectivos. Al fin y al cabo, «…toda historia depende -dice Lowenthal- de la memoria, y muchos recuerdos añaden historia. Eso sí, la percepción selectiva, las circunstancias concretas y la percepción retrospectiva también los distorsionan.»2 A lo largo de su libro, Lowenthal aborda desde distintos ángulos la imposibilidad de una fiel reconstrucción o restitución del pasado, pues esta operación está afectada por distintas narrativas que incluso a veces son ficticias. Los nexos entre la memoria individual y colectiva, la apropiación de los recuerdos materiales e inmateriales y la intención de quienes construyen -consiente e inconscientemente- huellas del pasado, hacen al pasado escurridizo, huidizo, intervenido y, en ocasiones, manipulable. Pero «El pasado está en todas partes» dice Lowenthal y existe, en un número considerable de personas, una fascinación por él, un encanto por los «lugares anacrónicos», un gusto por conservar -a riesgo de un mal gusto sintomático- restos del pasado junto a los del presente. Lowenthal presenta variados ejemplos de este problema en 1985 situados en Inglaterra y los EE.UU. Permítasenos añadir un ejemplo análogo de nuestro presente y nuestra región: los tradicionales bares porteños con sus mesas de algarrobo, las barras talladas al estilo belle epoque y los cuadros de viejos clientes posando, contrasta con las pantallas led de uno y otro lado del salón. La iluminación nocturna de estos lugares es lúgubre en algunos rincones y colorida en otras, sobre todo en las proximidades de la Caja registradora de los años 20 junto a los recientes Point Smart repartidas a su alrededor.

La nostalgia es uno de los síntomas que afectan la mirada del pasado: hasta las cosas más horrendas son motivo de la nostalgia y por ende de la reconstrucción de un pasado ilusorio: Dice Lowenthal «La edad de oro que vuelven a visitar los viajeros del tiempo naturalmente guarda poca relación con ningún tiempo que haya existido nunca; al igual que otros nostálgicos, y ellos crean a partir de su infancia un pasado despojado de responsabilidades y un paisaje imaginario, investido de todo lo que piensan que falta en el mundo moderno.» Nos preguntamos hasta qué punto es casualidad que Lowenthal publicara estas ideas en el mismo año que se estrenaba Back to the Future el 4 de julio de 1985. Es muy probable que esta temática cavara profundo en la subjetividad y en la sensibilidad de la sociedad americana de mediados de los 80. Back to the Future, «Volver al futuro» para nosotros. Para los que crecimos entre los años 80 y 90, es una película entrañable sin lugar a duda y, por muchos motivos, representativa del buen cine. Pero a la vez, como explica el historiador Jorge Troisi, los guionistas tienen el buen cuidado de llevar a nuestros personajes a un pasado feliz, a mediados de los años 50: Estado de bienestar, salarios altos, coche nuevo cada 3 o 4 años, vacaciones pagas y una cultura adolescente suficientemente lejos del Jim Stark de Rebel Without a Cause.

Como explica Troisi, el entonces presidente de los EE. UU, «…captó que Volver al Futuro transportaba a los estadounidenses a 30 años atrás, a un mundo de plazas más limpias, música más suave y valores más simples. Con ese discurso logró el apoyo de sectores conservadores y de gran parte de la población. En ese mito del eterno retorno, se borraban las décadas de 1960 y 1970, las luchas civiles, raciales, de clase, los asesinatos de Martin Luther King y John Fitzgerald Kennedy, la crisis del petróleo y la derrota en Vietnam. Pero sobre todo, se volvía a un Estados Unidos blanco que daba la espalda a la realidad de un país multicultural, rico en contradicciones.»3

El uso y la manipulación del pasado, problema que atraviesa la obra de Lowenthal, no es siempre una fuerza de arriba hacia abajo, del poder y los medios masivos hacia una sociedad receptiva de estas manipulaciones. Se trata de un problema muy difícil de conceptualizar, pues en todo caso las bases de estas sociedades contemporáneas contienen distintas creencias acerca del pasado y de nuestro propio pasado, de forma colectiva y también individual. Hay algo que nos mueve a la nostalgia y la idealización del pasado: «La mayor parte de nosotros -dice Lowenthal- sabe que el pasado no fue así en realidad. La vida de entonces parece más brillante no porque las cosas fueran mejor sino porque nosotros vivíamos más intensamente cuando éramos jóvenes; hasta el mundo adulto de antaño refleja la perspectiva de la niñez. Sintiéndonos incapaces de tener experiencias de la misma intensidad, nos lamentamos por esa inmediatez que hemos perdido y que hace que el pasado sea incomparable. Esta nostalgia puede incluso apuntalar la autoestima, recordándonos que por muy triste que sea nuestra suerte actual, al menos alguna vez fuimos felices y dignos de consideración. Una infancia que se recuerda así excluye las peleas familiares, las excursiones campestres dominadas por la espera en colas para conseguir un merendero mugriento; la ‘nostalgia es el recuerdo del que se han llevado el dolor’. El dolor es hoy. Vertemos lágrimas por el paisaje que ya no nos pertenece como antes pensábamos que era, o como deseábamos que hubiera sido.» Como se observa, tanto el ejemplo de la fuga al pasado de «Volver al futuro», de volver a los años felices, es una forma colectiva de selección y olvido de la memoria y del pasado pero que tiene como subterfugio la experiencia personal e individual.

La experiencia de visitar o modificar el pasado ha cautivado al público a través de la ciencia ficción. Como ya dijimos, «Volver al futuro» se estrenó el mismo año en que se publicaba «El pasado es un país extraño». Lowenthal disponía de varios ejemplos previos, desde Wells hasta el Dr. Who.4

Pero la ciencia ficción es una manera de expresar anhelos y reconstrucciones de pasados y futuros utópicos, pero en su mayoría futuros distópicos. Estos últimos son los que en general mejor funcionan en la literatura, el arte gráfico y el cine. Pero, ante estos productos culturales los lectores/espectadores están advertidos de que se trata de una ficción creada quizás con el fin de advertir, entretener, pensar, etc.5 El problema se manifiesta cuando la representación del pasado intenta pasar por una realidad reconstruida por variadas agencias. No hay advertencia previa: «esto es lo que pasó»- dicen.

En respuesta, Lowenthal señala algo que para los historiadores profesionales debería ser un lugar común: «El pasado, como sabemos, es en parte un producto del presente; nosotros continuamente damos nueva forma a la memoria, reescribimos la historia, rehacemos las reliquias.» La responsabilidad de los historiadores al interpretar el pasado, esta atravesada por esta cuestión: el pasado no existe, no está ahí o allí, es una construcción hecha siempre desde un tiempo presente, que a la vez se volverá pasado. Por eso es que el historiador tiene un rol fundamental ya que comenzó a tener desde el siglo XVIII una legitimidad brindada por diversas agencias.

El historiador John Pocock divisó este problema en un ensayo publicado en 1968. Allí, afirmaba que la tradición funciona como dispositivo de acción y una forma de vida prefigurada que le servía de ejemplo a quienes entran a formar parte del entramado social o «…quieren estrechar lazos con los demás miembros de la sociedad». En este sentido, el historiador es un ciudadano, pero no es un ciudadano más, puesto que el historiador dota de una autoridad especial a la comunidad política de la que forma parte y a su vez narra el pasado en un lenguaje profesional con el que reescribe la historia afectando indefectiblemente «el pasado» del ciudadano común. En este sentido, existen numerosas obras en las que se apela a conocer un objeto llamado «nuestro pasado», «nuestra historia reciente», etc., tratando de reconciliar de forma simple el pasado y el presente. Vale decir, hacerlo entendible para todos. Estas expresiones son la contraparte de considerar el pasado como «un país extraño» en el sentido expresado por David Lowenthal.

Existe un elemento que complejiza más el problema y es cuando media la entidad llamada Estado. Cuando en el complejo proceso de historizar el pasado entra a jugar el Estado todo cambia, puesto que «…en cuanto pasamos a considerar el tipo de relación que establece el historiador con el Estado cuando este dota de autoridad a los relatos que legitiman su propia autoridad.». Esto se debe, por otra parte, a que el historiador puede ser un servidor público, dependiente o beneficiario del Estado. Pocock pone en tensión esta relación señalando la importancia del lenguaje profesional y un lenguaje propio del ciudadano en el que éste expresa sus preguntas. Aquí está en primer plano el problema del lenguaje (R. Koselleck) y el discurso o los discursos (Q. Skinner) y la reescritura de la historia (J. Pocock, F. Dosse, De Certeau). Estos elementos le permiten a Pocock afirmar que: «…el hecho de que los historiadores reescriban la historia afecta al ciudadano. Si la historia es un elemento de su autonomía y una reelaboración de esa historia implica algún tipo de reconstrucción de su autonomía, tiene derecho a preguntar si se hace para o por él. Si llegara a descubrir que este mundo, basado en el discurso, se está reconstruyendo por medio de formas de discurso a las que no tiene acceso, se encontrará en una situación similar a la de un subordinado que también forma parte de mundos a cuyo discurso no tiene acceso alguno. Sin embargo, su mundo y el del subordinado no son idénticos por razones obvias: a) la academia no ejerce ningún poder estatal o actividad coercitiva; y b) existe un lenguaje político que los ciudadanos comparten con la academia, pero la academia misma ha elaborado un lenguaje de segundo orden o metalenguaje tan especializado, que los ciudadanos tienen que aprenderlo (…) antes de tomar parte en una conversación en la que deciden cosas importantes para él.»

En ocasiones -dice Pocock-, el ciudadano común considera que se le está imponiendo un lenguaje para interpretar el pasado que no es del todo propio y reacciona intentando imponer el suyo a la academia. En consecuencia, estos lenguajes pueden ser convergentes o colisionar entre sí. Eso significa que el lenguaje en disputa está condicionando la percepción acerca del pasado.

Opera allí una noción importante que señala Javier Fernández Sebastián en un reciente libro sobre la historia conceptual del arco Atlántico en los siglos XVIII y XIX: «tradición selectiva» (o electiva).6 Esta noción está inspirada en las reflexiones de Lowenthal, pues es varias veces citado por el historiador español. En la mayoría de las sociedades que son conscientes de su historia, «…la tradición no significa una estabilidad total o inquebrantable sino el valor de los precedentes particulares, el despliegue de las prácticas desde ejemplos específicos e inmemoriales. (…) La apelación secular a la tradición es, por lo general, obsoleta porque el pasado y el presente parecen ahora demasiado diferentes como para hacerla una guía segura o válida. El mismo significado de la palabra ha cambiado: ‘tradición’ ahora se refiere menos a la forma que se han hecho siempre las cosas (y por lo tanto a la forma en las que aquellas deberían seguir haciéndose) que a los rasgos supuestamente antiguos que le dotan a un pueblo de una identidad colectiva. Además, la tradición a la que se invoca en la actualidad en nombre de las formas anteriores pocas veces da la sensación de estar viva; lo normal es que se muestre una reticencia estéril al cambio. ‘Lo que era bastante bueno para mi padre es lo bastante bueno para mí es una frase que ya no sirve para afirmar las virtudes del pasado’». La noción de tradición selectiva también fue definida por Raymond Williams desde una perspectiva marxista pero que coincide en muchos aspectos con lo expresado por Lowenthal y Fernández Sebastián: «El concepto de tradición -dice Williams- ha sido radicalmente rechazado dentro del pensamiento cultural marxista. Habitualmente, y en el mejor de los casos, es considerado un factor secundario que a lo sumo puede modificar otros procesos históricos más decisivos. Esto no se debe exclusivamente al hecho de que normalmente sea diagnosticado como superestructura, sino también a que la tradición ha sido comúnmente considerada como un segmento histórico relativamente inerte de una estructura social: la tradición como supervivencia del pasado. Sin embargo, esta versión de la tradición es débil en el punto preciso en que es fuerte el sentido incorporado de la tradición: dónde es visto, en realidad, como una fuerza activamente configurativa, ya que en la práctica la tradición es la expresión más evidente de las presiones y límites dominantes y hegemónicos. Siempre es algo más que un segmento histórico inerte; es en realidad el medio de incorporación práctico más poderoso. Lo que debemos comprender no es precisamente una tradición, sino una tradición selectiva: una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente configurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y social.»7

La tradición selectiva estimulada por los Estado Nacionales y otras agencias no es una operación inocente y, si acaso lo fuera, el rol del historiador es hacerlo notar y desmontar esos pasados manipulados o tergiversados. Dice Eric Hobsbawm «La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte jóvenes, hombres y mujeres de este final de siglo [XX] crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca…».8 Es difícil no coincidir con tal afirmación. Sin embargo, la lectura de Lowenthal nos lleva a pensar si no debiéramos reflexionar sobre lo que se quiere recordar y de los olvidos selectivos del historiador militante. Este puede estar absorbido por su propia militancia, pero se ha formado en el medio académico como aquel que apunta un abordaje del pasado profesional y disciplinar. No obstante, existe otro problema: aun el historiador apegado a los rigores metodológicos y a la honestidad intelectual tampoco está exento de hundirse en los discursos legitimadores de la historia propiciada por el Estado. Recientemente, el historiador israelí Shlomo Sand se ha referido a este problema. Señala que la publicación del primer tomo de «Los lugares de la memoria» de Pierre Nora y el estreno del largometraje documental Shoah, de Claude Lanzmann, coincidieron en varios aspectos. En primer lugar, tuvieron un gran éxito comercial en el público francés. En segundo lugar, ambas producciones están plagadas de memoria selectiva. Tercero, «Ambas se niegan a debatir directamente la historia, aunque ambas implícitamente suponen que la confrontación con el recuerdo conduce a un mayor conocimiento de la verdad histórica. Ambas se plantean como procesos de investigación crítica ante los lugares y los testigos, al tiempo que se inscriben en un enfoque positivista sofisticado, que neutraliza toda posibilidad de desarrollar una posición crítica frente a los dos relatos nacionales.»9

La crítica de Shlomo Sand radica en el producto final de esta memoria selectiva: una memoria muy particular y no conflictiva que genera un interés entusiasta en el que puede coincidir la nación francesa. Veamos cómo funciona esto según Sand: «La memoria, como es sabido, es selectiva: el recuerdo y el olvido son un Janus bifrons que mira el pasado y le invita a acercarse al presente, o bien lo borra bajo el efecto de la vergüenza. En la mitología griega, Mnemósine, de gran inteligencia creadora, es la diosa de la Memoria (Clío, la musa de la historia, se cuenta entre sus siete hijas), y es también el nombre de una fuente llamada de la Memoria, que corre al lado de Leteo, el río del olvido. Las almas muertas que llegan a esa deben beber de su agua para olvidar su pasado. Y sin embargo, el olvido es una parte inmanente, consciente o inconsciente, del proceso de memorización; además, cualquier cosa que no esté fijada para siempre en los patrones culturales del recuerdo no ha existido realmente en el pasado, porque nada, o muy poco, se sabe al respecto. Por eso, y por simple lógica, no se mencionará en Los lugares de la memoria. Así, numerosos lugares ocupan los siete volúmenes: monumentos conmemorativos, victoria, heroísmo, sacrificio, la bandera tricolor, el himno nacional, el Palacio del Louvre, el panteón, fiestas, funerales nacionales, historiadores nacionales, etc. En cambio las severas derrotas a Napoleón, que no están grabadas en la memoria nacional, parecen no haber existido nunca. Como el régimen de Vichy no ha dejado un lugar a su paso, y no se ha considerado necesario hacer una referencia hacia él, por lo que se ha dejado de lado. Además, mientras que Pierre Nora había tratado en su juventud la Guerra de Argelia, su empresa historiográfica en el largo curso «olvidó» los actos de represión y saqueo perpetrados por el colonialismo francés desde el siglo XIX.» Como se observa, el interés de Pierre Nora en alcanzar un relato que trate de la memoria nacional esquivaba (consciente o inconscientemente) los aspectos problemáticos ya no solo de la memoria, sino de la historia. Según Sand, Nora se inclinó por esta apuesta historiográfica de mediados de los 80s -el primer tomo se publicó en 1984- porque tenía una «…brillante capacidad de captar y descifrar los cambios en la sensibilidad del público.»10 Es decir, que el interés de un autor por tener un éxito editorial es compatible con el del Estado, al presentar un pasado ajeno de conflictos, contradicciones, dolor, etc. Como señala José Carlos Chiaramonte, los funcionarios nacionales, en cuyas manos están las decisiones políticas, tuvieron el propósito de crear una conciencia nacional omitiendo u ocultando aspectos problemáticos del pasado. Pero, «…si lo que parece una intromisión de un sector ajeno a la comunidad científica es preocupante, mucho más lo es que el historiador mismo asuma esas limitaciones.» 11

Para Sand, también Claude Lanzmann «olvidó» el régimen de Vichy: «Aunque su película es francesa, e incluso muy francesa, no se ha acordado del campo de Drancy; En la película no se ven trenes franceses, sino solo alemanes o polacos. Tampoco hay verdugos ni víctimas francesas y, por consiguiente, no hay memoria judía francesa, salvo la memoria suprema organizada por Lanzmann. Por lo tanto, hay una lógica en que, gracias al olvido del horrible papel desempeñado por el régimen de Vichy, haya desaparecido también de la Shoah lanzmannina la modesta contribución de las instituciones israelitas-francesas con el colaboracionismo, a saber, el rol cumplido en la reagrupación de los extranjeros ‘semitas’ que aún no disponen de nacionalidad francesa. Así pues, la película podría beneficiarse, al mismo tiempo, de una generosa subvención por parte de los gobiernos francés e israelí. La obra del Lanzmann fue descubierta por toda la arena cultural francesa (y también israelí), en contraste con la fría recepción dada al despiadado e incisivo libro de Hannah Arendt sobre el proceso de Eichmann, por no hablar del doloroso ensayo que el periodista Mauricio Rajsfus, niño sobreviviente de la redada de los judíos del verano de 1942, había dedicado a la colaboración de los judíos con los perseguidores.»12 Como la historiografía, también el arte, de un guionista y director, puede colaborar en darle una mano al «Estado nacional y sus múltiples brazos».

El documental de Lanzmann se estrenó en 1985, un año después de la obra de Pierre Nora. Como se observa, en aquel mediados de década, había una sensibilidad especial por la memoria, la nostalgia y una posible reconciliación de algunas sociedades con su pasado oscuro. Ya mencionamos el caso norteamericano. Esto nos lleva nuevamente al libro de Lowenthal, pues esas operaciones historiográficas que vinculan la memoria y el olvido apuntan a la sensibilización del lector contemporáneo y a un acercamiento acrítico del pasado. Entre los aspectos interesantes de la obra de Lowenthal se destaca el especial cuidado que pone el autor en marcar la distancia entre los agentes del pasado y los del presente, en evitar el presentismo crónico que se lee y ve en los documentales y películas sobre el pasado. Lowenthal promueve aceptar la dificultad de la simple apropiación crítica de los responsables de esas construcciones simbólicas y culturales que estudia, no por no querer ser crítico, sino porque en el pasado «…se hacían las cosas de otro modo», y no es tarea fácil comprender este «hacer».

Llegado a este punto, cabe preguntarse ¿Desde cuándo comienza a seleccionarse las memorias, los pasados y/o los olvidos? Se trata de un doble proceso de selección: qué se rememora y qué se olvida. Para poder seleccionar la memoria, los hechos históricos considerados relevantes para la tradición y los respectivos olvidos, es necesario un pasado. Parece obvio, pero no lo es, puesto que el «pasado» es una creación de los tiempos modernos. Es decir, que desde el siglo XVIII y con plena vinculación con la Revolución Francesa, comienza además una revolución en la concepción del tiempo histórico que es el contemporáneo. Al producirse la revolución política, aparece el «hombre nuevo», el «nuevo hombre», el «Antiguo Régimen» y el porvenir. Vale decir, el pasado, el presente y el futuro.

Para Reinhart Koselleck la idea de expectativas de futuro es fundamental en este problema porque permite temporalizar la historia contemporánea.13 No hay historia contemporánea sin ese hiato entre «espacio de experiencia» y el «horizonte de expectativa», sin un alejamiento entre estos que no se daba en la antigüedad en la idea de tiempo cíclico ni en el tiempo lineal de la cristiandad (principio y fin). Vale decir, de las dos concepciones del tiempo que coexisten como dominantes hasta el siglo XVIII: un tiempo cíclico imbuido en la experiencia temporal del paso de las estaciones y en aquel en el que todo empieza con la creación de un Dios todo poderoso y termina con el apocalipsis.

Hannah Arendt lo explica del siguiente modo: «A raíz del énfasis que la edad moderna pone sobre el tiempo y la secuencia temporal, se ha sostenido, con frecuencia, que el origen de nuestra conciencia histórica está en la tradición judeo-cristiana como con su concepto rectilíneo del tiempo y su idea de una divina providencia, que dan a todo el tiempo histórico humano la unidad de un plan de salvación -una idea que, de hecho, contrasta notablemente con la insistencia en los eventos y sucesos individuales de la antigüedad clásica así como con las especulaciones de un tiempo cíclico en la antigüedad tardía-. Gran cantidad de evidencia documental ha sido aportada en apoyo de la tesis según la cual la conciencia histórica moderna tiene un origen religioso cristiano y que nace de la secularización de categorías originariamente teológicas. Se afirma que únicamente nuestra tradición religiosa conoce un inicio y, en la versión cristiana, un final del mundo;».14

Esto es confirmado por aquellos que vivieron entre las ruinas del Antiguo Régimen (el pasado) y la formación de un mundo en tensión que no acaba de definirse (su presente), anhelando un futuro que es un no-todavía. Algunos actores son claramente conscientes de que se encuentran en un tiempo o momento de cambio y rompimiento con el pasado, por ejemplo, en figuras como François-René Chateaubriand, François Guizot, Alphonse Lamartine y Alexis de Tocqueville, que expresan el sentir de su tiempo refiriéndose metafórica o analíticamente a él. En 1841, Chateaubriand percibía encontrarse entre una «vieja orilla» en la que nació y en dirección a una «nueva ribera desconocida».15 Por su parte, Guizot manifestaría en 1820 que «La generación que surge ahora tiene una gran desgracia. No es convocada simplemente a continuar la sociedad, es necesario que la reconstruya; asiste ahora a los primeros trabajos. No se le ha transmitido ningún principio fijo, ninguna necesidad se le ha reconocido, no se le reguló ningún hábito. El pasado que tiene detrás no le legó nada, nada al menos que sea claro, potente, capaz de satisfacerla y de contenerla a la vez. Leyes, opiniones, sentimientos, incluso situaciones, todo ha sido oscuro e incierto alrededor de su cuna. No puede vivir sobre el mismo telón de fondo que sus padres; busca su propio alimento moral; recibió un impulso, y eso es todo.»16 Lamartine escribió en una carta fechada el 19 de agosto de 1819, que «Nuestro malestar proviene de haber nacido en un tiempo maldito donde todo lo que es viejo se derrumba y todavía no hay nada nuevo.»17 Alexis de Tocqueville, al promediar el segundo tomo de La democracia en América (1840), señalaba que «El mundo que se levanta está aún envuelto entre las ruinas del que cae, y en medio de la gran confusión que presentan los asuntos humanos, nadie puede decir lo que quedará de las antiguas instituciones y de las antiguas costumbres, ni lo que acabará por desaparecer. (…) El pasado no alumbra el porvenir, y el espíritu marcha en las tinieblas18 En los cuatro casos se evidencia una incertidumbre acerca del porvenir y no tanto referenciar qué es lo viejo y qué es lo nuevo. De hecho dicen vivir en un mundo en que no saben qué es viejo y cómo será lo nuevo. El lamento de Guizot, como pensador y como hombre de acción, apunta a un «pasado» que no le puede legar «nada que sea claro» a la «reconstrucción» de Francia en épocas restauradoras, indicando un impulso que se le ha dado pero que no es claro a dónde llegará. En Tocqueville esto se observa claramente.

Los enciclopedistas desarrollaron un «…retículo común para los momentos, para la duración y el lapso transcurrido: el retículo del progreso, según el cual, toda la historia se hizo explicable universalmente».19 De este modo, «la simultaneidad de lo anacrónico» fue primero una experiencia y la extensión de su trama se convirtió progresivamente en la creciente unidad de la historia universal. Teniendo en cuenta lo dicho más arriba, los pensadores franceses de las primeras décadas del siglo XIX tenían una conciencia de su pasado y de su presente y, por la revolución de la idea moderna del tiempo, la incertidumbre del por-venir.

Esta historia universal está construida de una tradición selectiva del pasado. Pero aquí el problema está en la consideración del pasado comprensible y explicado con cierto cartesianismo, o en la idea del pasado como «…un país extraño». Esto vale para el historiador y para cualquiera que observe el pasado desde los umbrales de la historia de su propia vida.

Ricoeur nos inclina a pensar en el pasado como un país extraño cuando afirma que los actores del pasado no actúan como esperamos que lo hagan los actores del presente, sino que su presente (nuestro pasado) estaba compuesto de la espera, «…de la ignorancia y temores de los hombres de entonces y no de lo que nosotros sabemos que ocurrió; también hay un pasado de ese presente, que es la memoria de los hombres de otro tiempo, y no de lo que nosotros sabemos de su pasado.»20

Para finalizar, queremos decir que trazamos un posible recorrido por «El pasado es un país extraño» de David Lowenthal, entre otros que podrían realizar futuros lectores de este libro. Quisimos marcar un itinerario que conecta esta obra con otras lecturas: Paul Ricoeur, Shlomo Sand, Hannah Arendt, Reinhard Koselleck, John Pocock, entre otros. Muchos pasajes del libro podrían resultar redundantes y cargados de fundamentaciones innecesarias porque resultan obvias para el «historiador juramentado»,21 pero en realidad tenemos motivos para pensar que no lo eran en 1985. Por ejemplo, el capítulo dedicado a las «reliquias» aborda la cuestión del soporte material del pasado. Curiosamente, este libro sobre el que quisimos reflexionar es un producto cultural abstracto (el libro) traducido en varios idiomas y, glosado de prefacios, pasados o futuros de sus comentaristas. Pero también es una reliquia concreta, un libro que conseguimos usado, una edición de la editorial Akal, publicado en 1998. No hay nuevas publicaciones. Es un bien escaso y caro. En una famosa plataforma dedicado al comercio electrónico solo había un ejemplar en español. Ante la pregunta sobre el estado del libro, el vendedor contestó: «Está en buen estado, solo con algunas marcas con lapicera en las primeras páginas.» Se trataba de un ejemplar concreto intervenido por al menos dos lectores. Uno de ellos marcó las primeras páginas con lápiz, pequeños subrayados; el otro se interesó solo en el capítulo 1 marcando con lapicera corchetes, subrayados y cruces, pasajes muy importantes del capítulo. No pudimos evitar citar aquí algunas de esas marcas que nos llegan del pasado. Pensamos que uno de los principales aportes del libro es llevar a la Historia social y cultural a una aproximación a la consciencia histórica, a ver el pasado en términos de otredad, y no de reflejo y antecedente del presente.

Quizás, uno de los films mejor ejecutados en la línea de Lowenthal sea «Radio days» de Woody Allen, estrenado en 1987. Allí se invocan los recuerdos de la infancia del director en el apogeo de la radio, musicalizados por el Jazz, con «September Song» a la cabeza.22 En una de las primeras escenas de la película, se observa un plano general del barrio Rockaways en Queens, Nueva York: el mar de fondo, las tradicionales casas de madera de tres plantas y unas calles húmedas por la lluvia, que sin duda expresan nostalgia. El director, rápidamente en una voz en off nos aclara que no siempre estaba lloviendo en Rockaways, pero que le gustaba recordarlo así porque la lluvia hacia las cosas más entrañables. Unas escenas más adelante esta voz en off dice que sus recuerdos son como escenas de películas, mostrando unos marineros con pasos coreografiados y una mujer lanzando un beso a cámara. Pero el mejor ejemplo ocurre en el final de la película, pues nos muestra la posibilidad de que los personajes de la radio (que eran grandes celebridades por entonces) consideren con cierta tristeza que las generaciones futuras los vean como extraños, o simplemente se olviden de ellos. Estos reciben el año nuevo de 1944 en la terraza del Copacabana momentos antes de que comience a nevar. Uno de ellos (el vengador enmascarado) reflexiona: «Me pregunto si las futuras generaciones sabrán quiénes éramos. Me parece que no. Con el paso del tiempo todo se olvida. Es igual lo grandes o importantes que hayamos sido en sus vidas.» La voz en off de Woody Allen cierra maravillosamente esta idea, dándonos una pista central sobre por qué el pasado es un país extraño: «Nunca me olvidaré de esa Nochevieja en la que tía Bea me despertó para recibir a 1944. Y nunca he olvidado a toda aquella gente. Y a ninguna de las voces que solíamos escuchar por radio. Aunque a decir verdad, con el paso de cada Nochevieja, esas voces parecen alejarse cada vez más, y más».23


1 En al ámbito hispano la película se tradujo como «El mensajero» (1971). Entre otras joyas, Losey dirigió una adaptación de Galileo, de Bertolt Brecht, y la conocida pero no tan bien ejecutada «El asesinato de Trotsky» de 1966.

2 Lowenthal, David. El pasado es un país extraño. Akal. Madrid. 1998. Pág. 15.

3 Troisi, Jorge. Elecciones en EE.UU. ¿Dónde se detendrá el DeLorean? La nación, 12 de noviembre de 2020.

4 Podemos mencionar otros ejemplos como la serie «La dimensión desconocida» (1959-1964), que trato varias veces los viajes en el tiempo y otra serie también de los años 60s «The outer limits». Dos episodios de esta serie se titulan «Soldier» (basado en el cuento «Soldier From Tomorrow») y «Demon with a Glass Hand», escritos por Harlan Ellison. Ambos episodios inspiraron -digamos- a James Cameron para realizar la excelente «The Terminator» en 1984. Cfr. https://lacovacha.mx/covachos/polemica-terminator-una-idea-robada/

5 Hay, probablemente, un porcentaje de sujetos difícil de cuantificar que tienen un convencimiento alarmante sobre el carácter veritativo de estos productos.

6 Fernández Sebastián, Javier. Historia conceptual en el Atlántico ibérico. Lenguajes, tiempos revoluciones. Fondo de Cultura Económica. Madrid. 2021. Págs. 115-123.

7 Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Península. Barcelona. 1997. Pág. 137

8 Hobsbawm, Eric. Historia del siglo XX. Crítica. Buenos Aires. 2009. Pág. 13

9 Sand, Shlomo. Crepúsculo de la Historia. Cuenco del Plata. Buenos Aires. 2021. Pág. 140

10 Ibidem.

11 Chiaramonte, José Carlos. Fundamentos intelectuales de las independencias. Notas para una nueva historia intelectual de la Iberoamérica. Buenos Aires. Teseo. 2010. Pág. 57.

12 Sand, Shlomo. Crepúsculo de la Historia. Op. Cit. Pág.142

13 Koselleck, Reinhart. Futuro pasado. Paidós. Barcelona. 1993. Pág. 311

14 Arendt, Hannah. De la historia a la acción. Paidós. Buenos Aires. 2005. Págs. 48-49.

15 François-René Chateaubriand. Memorias de ultratumba. T. 2. Origen. Barcelona. 1982. Págs. 671-672.

16 Citado en Rosanvallon, Pierre. El momento Guizot. El liberalismo doctrinario entre la restauración y la revolución de 1848. Biblos. Buenos Aires. 2015. Págs. 16-17 (Nota al pie).

17 Citado en Rosanvallon, Pierre. El momento Guizot… Op. Cit. Pág. 17 (Referencia el cuerpo del texto y en nota al pie).

18 Alexis de Tocqueville. La democracia en América. Fondo de Cultura Económica. México. 2015. Pág. 643.

19 Koselleck, Reinhart. Futuro pasadoOp. Cit. Pág. 311

20 Ricoeur, Paul. Historia y verdad. Fondo de Cultura Económica. México. 2005. Pág. 37.

21 Esta es una expresión irónica de Shlomo Sand para referirse a los historiadores dedicados a la investigación histórica profesionalmente.

22 Cfr. https://www.youtube.com/watch?v=z_wMHL__TKU

23 Cfr. https://forohistorico.coit.es/index.php/multimedia/filmoteca/item/dias-de-radio



3 respuestas a “La idea del pasado como un país extraño”

  1. Al finalizar la lectura de tu trabajo Gabriel, (me permito «tutearte» basado en la relación cordial estudiante – maestro), me fuerzo a tratar de dar cuerpo al significado de Nostalgia, entendiéndola como «huellas del pasado» que han dejado marcas en nuestras vivencias, forzadas al presente por la búsqueda de satisfacción inmediata, propia de los tiempos que corren.
    «La Nostalgia» es del historiador, del Estado, y de la Sociedad toda. Es «forzada» porque es propia, o porque quieren apropiarse. Utópica tarea del Historiador que pretenda ser imparcial en la mirada «hacia atrás», pero creo que puede obtener un poco de «satisfacción instantánea» si expresa fielmente con que «Lentes» va a leer e interpretar.
    Gran trabajo el tuyo para «filosofar» en los «barcitos» que bien reflejas en el texto, pero del lado de las luces tenues y la música ambiental. Queda abierta la invitación!. Un cordial abrazo.

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